Argentina y su romance tucumano

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El ingeniero Luis Nougues tuvo una vida corta pero muy fructífera. Nació en 1871, cuando Sarmiento iba por la mitad de su mandato presidencial y 44 años más tarde partió a su destino celeste en pleno apogeo de la Primer Guerra Mundial. Tucumano culto, burgués y tan decidido que tampoco se privo de ejercer en política, a los 23 años y después de graduarse en Buenos Aires, volvió a sus pagos para tomar las riendas del Ingenio San Pablo, patrimonio familiar.

Pocos sabrían de él de no haber sido que el hombre mostró su hilacha de adelantado cuando proyectó la construcción de su residencia de verano a 36 Km. al oeste de San Miguel y a 1.200 metros de altura. Después de detectar el lugar de sus escapadas estivales, hizo instalar una estación meteorológica; antes de edificar mejor asegurarse, se dijo. El clima, lejos de defraudarlo, le sugirió enseguida ideas renovadoras que se materializaron en una capilla, una hostería y un camino que conectaba el ingenio con la villa.

Hasta los amigos se beneficiaron de la movida de don Luis, a todos les cedió tierras para que también edificaran refugios privados.
Así nació Villa Nougues, en 1903, con el ímpetu del siglo XX, 40 casas con mucho estilo europeo y el carácter de un country-club exclusivo que reunió a lo más grande de la sociedad tucumana. Hasta la fecha apenas si creció en viviendas, se sumaron una decena más y pare usted de contar. Así se perpetúa Villa Nougues.
Hoy como ayer, en la pequeña urbanización que se desgrana por la ladera serena envuelta en una tupida vegetación, no hay agua. Se maneja con la lluvia almacenada. ¿Y cuando hay seca? Simple, sube el camión cisterna. Es parte de un encanto irrenunciable, como lo era en los ’50 la llegada del camión que remontaba el camino cimbreante para abastecer las necesidades de esos residentes ocasionales. La canícula duraba largo y las familias eran muy numerosas. También llegaban el carnicero, el vendedor de diarios, el vendedor de las ranas vivas, todo junto.
Con mobiliario de época restaurado, objetos de buen gusto que destacan en el sitio exacto como inventado a propósito, maderas nobles, balconcitos interiores que miran al interior de la sala de estar, un muy agradable comedor, habitaciones calidas donde pervive la naturaleza de su pasado y recovecos exquisitos que inventan un clima propio, la renacida casa de piedra se propone entera para la absolución de todos los cansancios.

Desde el patio de Vila Lolette hasta el pespunte urbano de San Miguel, nada se interpone, salvo la bruma azul que libera la vegetación circundante. La vista viaja a su aire, salta de árbol en árbol, se entretiene en una entramada adivinando la silueta inescrutable de los pájaros, atiende la quietud de las nubes. Vuelve a la tierra, pasea por el derrotero de agapantos en la loma verde frente a la galería y antes de las hortensias, curiosea la arquitectura de esta casa que tanto recuerda a una masía catalana, se va hacia la pileta, adivina la pequeña cripta que guarda una virgencita de Lourdes y sombrea en un vértice de la roca viva a un lado del celeste inmóvil, se detiene en el tintineo del hielo en el vaso. La parsimonia vespertina todo lo envuelve en las alturas del monte tucumano. Cuando caiga la noche, decenas de criaturas aladas de vida efímera revolotearan alrededor de la farola mientras San Miguel fulgura en la lontananza como un lago de luces.

Hay quienes juran no haber recorrido jamás camino patrio tan espectacular de vegetaciones como el de la yunga, selva nublada que se interpone entre el valle de Tafí y los cañaverales de las inmediaciones de la capital tucumana. La afirmación es demasiado entusiasta pero tampoco miente. Lapachos, tipas, robles, quinas, urundeles, petiribíes, laureles, nogales criollos y hasta el horco molle que roza los 40 metros de altura sobresaliendo de la maraña de helechos, orquídeas, enredaderas, bambúes, musgos y líquenes, se apretujan cuesta arriba en el flanco oriental del Aconquija. Y en el fondo del abismo verde las aguas claras del Río de los Sosa se hacen rumor de rápidos y cascadas.

También se dice que de las semillas y corteza de cebil reducidas a polvo se sirvieron los indígenas para sus viajes mentales. No cualquiera distingue a este espécimen en la fronda subtropical, en cambio a la vuelta de una curva amplia aparece la figura estética del famoso indio calchaquí con pollerita sobre el taparrabos por aquello del pudor de las señoras. Cosas verdere Sancho de non credere… por suerte la fuerza vegetal impone su ley y uno pronto olvida al aborigen de cemento. Viva el Jardín de la República.
Ahora bien, para sumergirse en el sopor vegetal desde San Miguel, hay que enfilar al sur por la muy transitada Ruta Nacional 38 hasta enganchar el asfalto de la 307 y seguirla con fe rumbo oeste-noroeste. Esfumados los campos, el ascenso por la yunga se vuelve inminente. Después en los últimos 25 Km. de subida una calma de alisos, tan parecido al abedul, precede la entrada al valle.

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Tafí del Valle
Lule o cacán podría ser el Orión del vocablo tafí, y también quechua, lengua en la que significaría “hermoso”, un calificativo difícil de discutir y al que los habitantes de la capital tucumana adhieren con fervor a jugar por el auge que la zona experimenta. Tafí esta colmada de atractivos. Basta con salir a merodear por el valle para comprobarlo. A la salida del pueblo, o entrada, según se vaya o venga, cruzamos el puente que pasa sobre la unión de tres arroyos descendientes directos de los cerros La Banda, El Pelado y La Tacana.
Residencia jesuítica primero, casco de la estancia La Banda después y museo desde 1973. Los objetos se disponen con coherencia en las salas. Desde el patio con aljibe se accede a la capilla. El Cristo original en el altar. El altar de piedra contra el muro que obliga a oficiar misa de espaldas. La entrada al tune por donde se escurrían cuando el malon cargaba, para llegar al zanjon y de ahí salir corriendo hacia los cerros protectores. Sillitas de madera y tiento. Un suspiro de ventanucos con barrotes de leños tallados. Paredes de adobe: 70 cm. de ancho y piso de ladrillos. Techo de caña y paja. El aire sacro intacto. Difícil no conmoverse.

Tafí crece, cede a la nueva estética de los recién llegados y al reclamo de los turistas con una holgada oferta hotelera, pero una parte de su espíritu parace no querer doblegarse. Como hace 35 años, cada segunda quincena de febrero, se celebra la fiesta del Queso y quizás para compensar la pasión por la gaseosa más famosa del mundo se lleva a cabo “La Yerbeada” en La Cienaga, asentamiento prehistórico a 3 horas de caballo desde Tafí. Durante esta celebración popular se toma mate con pastelitos y aguardiente y lo recaudado se destina a la escuela del lugar.

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