Estancia La Candelaria, Argentina

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Médico, farmacéutico y de comienzos de siglo era Orestes Piñeiro, el fundador de La Candelaria. La estancia perpetró el nombre de su esposa, Candelaria del Mármol, pero fue su yerno el mentor del castillo con torrecitas redondas y techos de pizarra que Don Orestes nunca conoció, puesto que murió en 1904.

Adrede, el casco oculta su elegancia normanda entre caminos de casuarinas –el sello del paisajista Thays– y otras especies del frondoso parque. Cuando, tras atravesar curvos caminos poblados por estatuas y puentes se descubre su sólida presencia, la sorpresa está garantizada.

En su interior, entre arañas de Murano, muebles franceses y escaleras talladas, la construcción es una mezcla de estilos de la que aun hoy emana el lujo de antaño. Fue concebida por el arquitecto francés Alberto Favre y realizada con materiales importados de Europa a Lobos, sin escalas, en su totalidad.

Con más de 10 habitaciones –todas con su baño en el diseño original- el castillo es un tesoro que hay que mirar con atención. El artesonado de la sala de billar, las lámparas del salón de té, las camas talladas o con baldaquino, y por supuesto, el parque de nada menos que 100 hectáreas, son los imperdibles de la visita.

También la capilla, inaugurada el 2 de mayo de 1937 por Monseñor Santiago Copello. Allí están los restos de su alma mater, Rebeca Piñeiro del Mármol de Fraga, hija del fundador y devota creyente. No tuvo hijos de su matrimonio con Manuel Fraga y quizás por eso dedico gran parte de la fortuna heredada a la caridad. Murió cinco años después que su esposo y fue su cuñado Roberto Fraga quien heredó la responsabilidad del rumbo, continuando con la tarea emprendida por su hermano. Con su muerte, La Candelaria pasó a manos de sus seis hijos y herederos, quines acabaron por venderla en 1980.

Adquirida oír un grupo empresario que la abrió al turismo en 1994, fueron necesarias severas tareas de acondicionamiento. El abogado y teólogo Ricardo Ayerza está al frente de su administración, con esmero, ha rescatado no sólo el edificio y el parque sino también la historia familiar. Hoy, entre las habitaciones del castillo y los nueve cuartos próximos a la cancha de polo de la entrada, el establecimiento se dedica tanto a eventos empresarios como al turismo de pasajeros, que llega atraído por los aires de palacio.

Aunque no son los únicos. Por su proximidad de la escuela de paracaidismo de Lobos, los osados también son parte del paisaje: casamientos de parejas de blanco y smoking que sellan su unión en caída libre –el descenso dura lo suficiente como para pronunciar “si, quiero”- están a la orden del día.

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