Turquia (Segunda parte)

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En el corazón de Anatolia, en dirección a Nevsehir, donde la tierra adopto hace millones de años formas caprichosas que los primeros habitantes –hititas, asirios y cristianos- supieron aprovechar como refugio ante los invasores. Extrañas formaciones geológicas moldeadas por la erosión esconden en su interior iglesias e incluso ciudades subterráneas con un entramado de hasta 20 niveles y 100 metros de profundidad.

Enfilamos hacia Uchisar hipnotizados por su castillo, un promontorio de roca volcánica perforado por túneles y ventanas, que regala panorámicas inigualables de los valles y campos de Capadocia. Sorteamos las tiendas de artesanías concentradas alrededor del castillo y sin mayores preámbulos, nos encontramos sentados alrededor de una mesa improvisada en un patio, con una tupida de té en la mano, agasajados por una familia local, haciendo uso y abuso de las ventajas de la comunicación gestual.
Por la noche, se recomienda no estacionar el auto muy cerca de la pared porque uno de los mejores bares de Capadocia desapareció sepultado por un desprendimiento hace un tiempo. Y una buena noticia, hay lugar para volar en globo en la próxima salida.

A la mañana siguiente antes de que febo asome nos instruyen a los recién iniciados en globologia para evitar tropiezos antes de despegar. El canasto se eleva con la suavidad de lo imperceptible y el silencio solo se interrumpe de tanto en tanto por el sonidote la lama que calienta el aire. Impulsados por el viento sentimos rozar la copa de los árboles y navegamos extasiados sobre chimeneas de hadas, castillos de piedra y terrazas donde la uva se seca al sol. Y de las alturas, a las profundidades de la tierra, recorrimos los pasadizos subterráneos de Derinkuyu, una de las tantas ciudades ocultas que protegían a os primeros cristianos de los romanos y visitamos las iglesias socayadas en la piedra en el Valle de Soganli imposibles de divisar si no fuera por los carteles. En el interior una vez recuperada la visión producto del contraste de luz, podemos reconstruir con la imaginación antiguos frescos bizantinos que la oscuridad logró preservar a pesar del asedio de los enemigos y descubrir que la adoración de las palomas por parte de los monjes tenia intima relación con el perfeccionamiento de la calidad de los vinos. Adivine que usaban de abono en los viñedos.

Retornamos viaje en dirección oeste. La ruta nos devuelve esta vez un paisaje árido y chato, lejano en fisonomía a las ondulaciones antojadizas de Capodocia. De tanto en tanto, como lápices afilados por un meticuloso dibujante, los minerales de las mezquitas anuncian la tímida existencia de los pueblos. Nuestro paso por Gelendost, capital de la manzana, deja su evidencia en el baúl del auto cargado de unos cuantos kilos de fruta verde, ofrenda generosa de los cosechadores de las plantaciones.

Unas cuantas horas más de viaje y la ruta nos conduce al próximo destino 20 kilómetros al norte de Denzli. El blanco enceguecedor de Pamukkale nos guía hacia lo alto de una colina donde aguas calidas se precipitan en forma de cascada y al enfriarse depositan su alto contenido de calcio formando piletones naturales.

Los romanos construyeron una ciudad balnearia, para aprovechar las cualidades curativas del agua. Siglos después los hoteles hicieron lo propio y hoy no hace falta explicar por que las piletas de toba se están secando, la opción de bañarse junto a fragmentos sumergidos de columnas de mármol resulta poco tentadora al ver la horda de turistas en toalla y ojotas dispuestos a no dejar un espacio vacío.

Más próximo al Mar egeo, hacemos base en Selcuk para visitar Efeso, antigua ciudad comercial y centro de culto a Cibeles, la diosa anatomía de la fertilidad. La Vía de los Curetes de bloques de mármol conduce al templo de Adriano con su cabeza de Medusa protectora de los espíritus malignos, a la Biblioteca de Celso que llego a contener 12.000 pergaminos y fue construida con un truco arquitectónico para parecer más grande, a la monumental puerta de Augusto y a las adosadas que permiten espiar el lujo en el que vivían los patricios romanos. La Vía Sacra con sus tallas de gladiadores, indica el camino hacia el Gran Teatro, reconstruido para albergar a 25.000 personas.

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Atravesamos la ciudad de Izmir sin ánimo de detenernos hasta divisar las aguas cristalinas del Egeo. El acceso pequeño pueblo de Assos, en la costa norte, tiene sus vueltas, sólo hace falta ser persistente y tener en claro que el camino tiene que descender en algún momento para morir en el puerto. Un puñado de casas antiguas de piedra devenidas en encantadores hoteles restaurante que balconean al mar, invita a deleitarse con pulpos y pescados muy pero muy frescos: los gatos que rodean las mesas y las redes tiradas al sol en el muelle dan prueba de ello.

A la navegación por el Egeo, con ojos siempre clavados en el agua cristalina, se suma el jugueteo de un grupo de delfines y un chapuzón de lo más valiente.

Como epilogo, ascendemos por las calles de piedra de Behramkale, el pueblo contiguo, guiados por los puestos de venta de artesanías hasta llegar al Templo de Atenea, del cual solo quedan intactas cinco columnas. El contraluz que dibuja el oscuro y brumoso perfil de la isla griega de Lesbos, a lo lejos, nos hace fantasear con un próximo viaje.

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